La sesión de Carlos Llano continúo con el diálogo sobre el enfoque de la persona en la tarea de dirección: Desde el punto de vista de la acción, las tareas son externas y visibles. En cambio, el atender a la persona, la tarea es más bien oculta y muchas veces invisible, porque lo más valioso del ser humano es de orden espiritual y trascendente: sus ideales, sus pensamientos, su propósito, sus deseos, sus sentimientos profundos. Entre mas grande y valioso sea el fin que se propone, mayor será el poder del liderazgo que ejerza.
El director se preocupa y ocupa del crecimiento de las personas junto con el de la empresa, pero la prioridad en el gobierno deben ser las personas más que las tareas; o mejor dicho, las personas que se ocupan de las tareas. Centrarse en la formación de las personas requiere de un plazo mayor que realizar tareas, pero llevará a la permanencia de la organización. Un equipo bien formado y coordinado asegura que la empresa opere bien, sea eficiente y permanezca en el tiempo.
Las tareas se concluyen; la formación de las personas nunca termina. La persona requiere una formación constante. Esto no significa que comprender al ser humano sea cumplir sus caprichos. La persona no se reduce a sus caprichos. En la formación hay que ir al fin de la persona, comprendiendo a cada una.
Edgar Shein dice que toda tarea de dirección debe asentarse sobre cuatro fundamentos:
Dividir las funciones (Diástole).
Coordinar los esfuerzos, sin que se eliminen las responsabilidades de cada uno (Sístole).
Distinguir los niveles de mando (Diástole).
Crear una comunidad de objetivos (Sístole).
El director realiza estas cuatro funciones de manera continua.
Dividir las funciones. El director conoce cuáles son las áreas de una organización, que podríamos resumir en generar el producto o servicio que se ofrece, comercializarlo y administrar los recursos que se tienen. Pero el buen director va a más: conoce y tiene definidos los procesos para que cada una de las áreas se desempeñen con la calidad deseada. Y es aquí donde se dan los encargos y responsabilidades, no sólo el delegar tareas. Para ello el director conoce a su equipo y los va capacitando para que desarrollen cada vez mejor esas funciones.
Coordinar los esfuerzos. Un equipo no es la simple suma de esfuerzos individuales. Hay una visión, metas, objetivos y un plan para realizarlos. El director coordina a todos los integrantes buscando en primer lugar el bien del conjunto. Si cada pieza del reloj funciona correctamente este podrá dar la hora, sin adelantarse o sin retrasarse.
Distinguir los niveles de mando. El director sabe respetar la autonomía de su equipo en lo que les corresponde y sabe cuando intervenir sin quitar autoridad a los demás. Para ello distingue el flujo del trabajo y el flujo de la comunicación: quién debe mandar qué y a quienes; quién debe comunicar qué a quiénes.
Crear una comunidad de objetivos. Cuando cada miembro del equipo ha asumido su función y responde favorablemente al encargo encomendado, se genera una visión de conjunto, un trabajo en equipo, un aprendizaje organizacional, un enriquecimiento de ideas y experiencias que lleva a resultados sobresalientes.