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Vemos la pobreza desde un retrovisor, a la distancia oblicua de un espejo que nos distorsiona la realidad al creerla lejana, pero que en realidad está a solo unos cuantos metros. Estas imágenes tristemente cotidianas ya no nos conmueven; son tan frecuentes que hemos decidido bloquearlas para que no nos afecten en absoluto. Esa es otra forma de deshumanizar a nuestros semejantes: verlos, pero no observarlos. Sentirnos ajenos a nuestro entorno, como si fueran objetos fugaces que, una vez que pisemos el acelerador, desaparecerán tras unos metros recorridos. Pero no lo hacen. Al día siguiente siguen ahí, en la misma esquina y con los mismos problemas, suplicando con sus miradas tener, aunque sea por un minuto cierta notoriedad y, de paso, cierta ayuda benéfica para sobrevivir otro día en el infierno en vida.

Y cuando por varias semanas la escena se vuelve recurrente, a veces algo nos llega a trastocar y nos prometemos que la próxima vez haremos algo al respecto. Pero el ajetreo del día y los distractores superfluos borra de tajo la inquietud, y al día siguiente la escena invariablemente se repite como un ciclo sin fin. Nos consolamos diciendo que estos seres sin nombre no son nuestro problema y le endosamos la responsabilidad al gobierno. Decidimos que es mejor no involucrarnos en sus historias, pues en el fondo tenemos miedo de que podamos llegar a sentir un torrente de emoción que despierte a nuestros corazones, endurecidos como piedra. Y nos repetimos una y otra vez, a manera de mantra, que la pobreza y la desigualdad no son nuestra responsabilidad. Por lo tanto, es imperativo que nos replanteemos nuestra actitud frente a la pobreza y la desigualdad. En lugar de mirar hacia otro lado, debemos reconocer la humanidad de aquellos que sufren y tomar medidas concretas para aliviar su situación. Esto no solo implica ofrecer ayuda material, sino también abogar por cambios estructurales que promuevan la justicia social y económica. La indiferencia perpetúa el ciclo de la pobreza y alimenta el odio, mientras que la acción colectiva puede romperlo. Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar en la creación de una sociedad más equitativa. Desde pequeñas acciones cotidianas, como el voluntariado y las donaciones, hasta la participación en movimientos sociales y políticos que buscan reformas profundas, nuestras contribuciones son vitales. La empatía y la solidaridad deben guiar nuestras acciones, recordándonos que la pobreza y la desigualdad no son problemas distantes, sino realidades que afectan a nuestra comunidad y al mundo en general. En última instancia, el cambio comienza con la voluntad de ver a los demás no como extraños, sino como parte integral de nuestro propio tejido social. Debemos romper el ciclo de la deshumanización, permitiéndonos sentir y actuar en consecuencia. Al hacerlo, no solo ayudamos a los demás, sino que también enriquecemos nuestra propia vida, cultivando una sociedad más compasiva y justa. La tarea es ardua, pero cada pequeño paso nos acerca a un futuro donde la dignidad y el bienestar sean derechos universales, no privilegios de unos pocos.