Asisto a un gimnasio funcional llamado Life Balance, donde me ayudan a mejorar mi fuerza, coordinación, flexibilidad y equilibrio. Las entrenadoras expertas son Angie y Gigi. Los días que me siento más cansado son los días en que Angie me exige más. Si le digo que sólo puedo 15 me pide 20. Si siento que aguanto 20 me pide 30.
¿Cuál es el sentido del dolor? ¿Vale la pena esforzarse? ¿Debemos evitar el sufrimiento a toda costa? Preguntas difíciles que podrían traer consideraciones filosóficas y teológicas. Pero aquí me baso en mi experiencia como mentor en liderazgo y coach de negocios para tratar de dar luz sobre las mismas.
Una meta pequeña es fácil de alcanzar. Una meta grande exige esfuerzo, aunque se avance paso a paso. Todo lo magnánimo duele conseguirlo porque requiere sacrificio: desarrollar una empresa, sacar adelante un proyecto profesional importante, formar una familia, amar a una persona, mantener una amistad, conseguir un título académico, subir una montaña, correr un maratón… Todo esto conlleva dolor, sacrificio, entrega, esfuerzo, dedicación. Pero, en el proceso conseguimos el gozo, la alegría, la audacia y una gran satisfacción de avanzar cada día en lo que nos hemos propuesto. Y con ello viene la felicidad y el crecimiento personal.
¿Por qué plantearme metas grandes si me supondrán dificultades y dolor? ¿No es mejor quedarme donde estoy? Esto es justo lo que conocemos como la zona de confort: Pudiendo dar más, me conformo con lo que tengo. Y esto les sucede a personas, familias, empresas e incluso países: Pudiendo llegar lejos, prefieren no complicarse la vida y quedarse en donde están. Esto no significa que forzosamente tengamos que crecer en volumen (más ventas, más servicios, más lugares) pero a lo que no podemos renunciar es a ser mejores, pues de lo contrario, caeríamos en la mediocridad.
Hay dolores físicos y emocionales. Dentro de los emocionales, hay algunos que tienen que ver con lo inmediato y concreto (esta conferencia me aburre; no me gusta este artículo; o me gustó mucho la cena), y otros con lo amplio y constante (me llena de satisfacción mi trabajo, a pesar de ser exigente; amo a mi familia, aunque supone esfuerzo servir; disfruto el ejercicio, aunque me cuesta levantarme temprano).
El ser humano está diseñado para crecer y perfeccionarse. Es un ser ‘inacabado’: su fin no se agota en su existir. Es bonito y retador saber que siempre podemos ser mejores, que siempre podemos aprender más, servir mejor, amar con más profundidad. Por eso, un síntoma de mediocridad es estar constantemente aburrido, dejando pasar el tiempo en cosas que no nos enriquecen.
Aquí entran en juego dos virtudes: la templanza y la fortaleza. Con la templanza aprendo a valorar y disfrutar los bienes materiales y sensibles, a tener sólo lo que necesito y no llenarme de ‘materialidad’ que ahoga, a tener el cuerpo sano y la mente sana. Con la fortaleza activamos dos palancas: consolidar la riqueza material, emocional, familiar, intelectual que hemos conseguido, y buscar nuevas formas de crecimiento para ser mejores y generar bien común. Con la fortaleza saltamos los obstáculos que se presentan y nos mantenemos motivados en la búsqueda de la meta, a pesar del tiempo, del dolor o sacrificio que implica avanzar.
Si nos aplicamos con templanza y fortaleza vamos a conquistar cumbres altas y haremos mucho bien a nuestro alrededor: tocaremos muchas vidas para que se motiven a dar lo mejor; nos alejaremos de la mediocridad y romperemos la zona de confort. En este proceso ayuda tener alguien que nos acompañe: un entrenador, un coach de negocios, un asesor, un director espiritual… Son personas expertas que nos guían y motivan para llegar más rápido y mejor a lo que nos propusimos, como hacen Angie y Gigi para mantenerme en forma.
Dicen que no hay persona más infeliz que quien se propone a toda costa no sufrir. Concluyo diciendo que quien sabe amar, sabe sufrir gustosamente para llegar antes, más y mejor a lo que desea, que es la plenitud, la armonía y la felicidad.