Hay acciones sencillas que se convierten en lecciones que marcan tu vida. A lo largo de mi vida he estado perdido muchas veces y sin idea de qué hacer, volteando hacia atrás para ver si alcanzaba a entender dónde había dado la vuelta incorrecta. A mediados de los noventa del siglo pasado yo estaba perdido una vez más. Acababa de renunciar a la agencia de publicidad en la que trabajaba como ilustrador, previamente había abandonado la escuela para perseguir mi sueño de vestir de luces y matar toros a espadazos, como sueña cualquier joven a los 18 años. Pero todo había resultado mal.
Mi carrera taurina era una desgracia, era un novillero terrible, nunca aprendí a torear y siempre estuve a merced de los toros, y a la ilustración no acaba de encontrarle el gusto. En la época en la que sucedió esto, emprender no era una opción popular, abrir una empresa no era una acción épica y romantizada como ahora. Y no había nadie más lejos de una historia empresarial que yo en ese momento. En mi vida siempre ha habido ángeles de la guarda acompañando este bregar por los ruedos del mundo. Uno de los más importantes es mi mejor amigo y sensei de las motos, la amistad y la vida: Roberto Quintero. Su propia historia personal es increíble. Roberto aún en la adolescencia no era alguien común, ya a esa edad apuntaba para gran empresario, tenía un instinto natural para las oportunidades, era valiente, muy trabajador y siempre estaba dispuesto a aprender la mejor forma de hacer las cosas. Y si Roberto era un emprendedor nato, su padre, Don Rigo, era un gran empresario, un hombretón de los de antes, hecho así mismo, que inició desde cero y construyó todo a fuerza de trabajo y carácter.
Cuando quedé en la calle, fue Don Rigo el que me echó un capote y me invitó a ocupar un escritorio en sus oficinas, menos o menos me dijo –“Mira Rubén, toma ese escritorio, aquí puedes trabajar, salir cada día de casa, tener un horario, enfocarte, hacer tus cosas, y adelante”-. No me ofreció trabajo, me regaló con muy pocas palabras una filosofía de trabajo. Dudé, más bien buscaba un empleo, un sueldo fijo y ayudar económicamente en casa, si lo hacía bien y ahorraba quizás torear un poco y, con los años tener una moto decente con la cual viajar por todo México. Pero fue Roberto el que me convenció, sabía que esa era la oportunidad que yo necesitaba para iniciar algo propio, recuerdo cómo me explicó que una línea telefónica y un “modernísimo” fax eran todo lo que se necesitaba para iniciar una empresa, sin acabar de entender acepté los consejos, la oportunidad y el cobijo de dos grandes empresarios, padre e hijo, el resto es historia. Sobre esta anécdota que cambió mi vida, tengo dos reflexiones, primera, la visión extraordinaria de Don Rigo que entendía que los negocios eran simples, se iniciaba con la básico y a partir de una disciplina férrea se iba avanzando paso a paso y sin descanso, en el camino harías los ajustes que se fueran necesitando.
Segunda, la confianza de Roberto en la innovación tecnológica para que un emprendimiento o negocio tuviera éxito, no está de más recordarle a los más jóvenes que en esa época el fax era la innovación tecnológica más importante, en un segundo cambiaba tu empresa, no imaginan la cantidad de anuncios, storyboards para comerciales, guiones, diseños, logotipos que envié como propuestas o para aprobación por medio del fax, ¡quintuplicabas tu productividad con sólo conectarlo a la luz y a una línea telefónica! Dos reflexiones que hoy siguen vigentes, más que nunca. Por cierto, si están pensando que soy falsamente modesto con mi carrera taurina, para nada, algún día les contaré la tarde en que el toro cortó mi oreja, imaginen las burlas, afortunadamente no se habían inventado los memes, seguro que me hubiera vuelto viral. Cuando vean a Roberto Quintero anunciado en alguna conferencia, curso, webinar, youtube o tiktok, no pierdan la oportunidad de escucharlo, me lo van a agradecer. ¡Hasta la próxima y que Dios reparta suerte!